El pasado fin de semana tuvo en la parroquia un tono multicolor. Personalmente participé en una variedad de encuentros que, aunque me llevaron un poco de cabeza por la marcha de reloj, fueron enriquecedores: Reunión mensual de catequistas rurales, participación en el programa radial semanal de la parroquia “Celebrando la vida”, donde a los sacerdotes se nos invita a compartir la reflexión sobre el evangelio del domingo, visita a los grupos catequéticos de niños y adolescentes, coordinación con los animadores, reflexión con los matrimonios de Bodas de Caná sobre el Concilio Vaticano II, un entierro y varias misas más… A todo ello se unió la participación en una mañana de retiro con el grupo de Laicas Vedrunas. Sobre esto me quiero detener.
Estuvimos la mañana y parte de la
tarde del domingo en Santa Rosa. El recinto de la escuela, donde hay una losa
deportiva y la pequeña capilla de esa comunidad, fue nuestro lugar de
desierto. 10 mujeres del grupo, laicas y
religiosas, María del Pilar, la hijita
de una de ellas (de las primeras, por si acaso), y yo componíamos el grupo. El
tema propuesto era ahondar en la Iglesia hoy desde los valores del reino.
La acción en sí ya es positiva desde
su origen. Me refiero a que eso de retirarse es no sólo bueno, sino que me
atrevería a calificarlo de necesario. Nada hay más importante para la persona
que su propia vida. Es el mayor tesoro que poseemos. Hay que cuidarla. Para eso
es importante darle la orientación adecuada. Y para los cristianos la
orientación viene marcada por una persona: Jesús de Nazaret. Conocerlo a Él “es
lo mejor que nos ha pasado en nuestra vida”, dijeron los obispos en Aparecida.
En coherencia con esta afirmación, necesitamos espacios que hagan posible la
experiencia de encuentro con Él, la fuente de nuestra vida, donde encontramos
sentido a nuestra existencia. Es importante detenernos de vez en cuanto y
mirarnos en profundidad para disfrutar con los aciertos y corregir los rumbos
equivocados. Es claro que cuando esta experiencia es comunitaria, se produce la
magia de la ayuda mutua, pues el otro me permite ver lo que yo no veo.
Estoy convencido de que quien más se
beneficia de estos encuentros es la persona a la que le toca dirigir la
reflexión, pues tiene que dedicarle a ello bastante tiempo de preparación. En
este caso fui yo el afortunado.
El tema era muy atrayente. Dividimos
la mañana en dos momentos. Tras un canto que nos puso en onda y un breve comentario
sobre el evangelio del día, abrimos un primer momento de reflexión y oración
centrándonos en la ocupación fundamental de Jesús: el reino y sus valores. En
un segundo momento pasamos, apoyados en las palabras y el testimonio del papa
Francisco (¡vaya regalazo que nos ha tocado!), a compartir qué rasgos deben
caracterizar a la Iglesia hoy para que pueda acompañar a las personas en estos
momentos de la historia. En seis resumimos nuestros aportes: orante, profética,
samaritana, comunitaria, renovada y encarnada. Tomamos conciencia de que
construir una Iglesia así es tarea de todos los que la formamos. Llegar a estas
conclusiones no fue fruto de un estudio racional o de discusiones
intelectuales, sino de un mirar desde el silencio. Éste no es ausencia de
palabras, sino el espacio de escucha, de hondura, de encuentro, de acogida, de
gratuidad, de compromiso, de asumir otras visiones, de aprender a mirar y vivir
como Jesús. El silencio no es huida de la realidad, sino lugar que permite
tomar las grandes decisiones. Así lo
experimentó Jesús, así lo vivió María.
Antonio Sáenz
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