Navidad es fiesta, es vida, es ternura, es misterio, es
derroche… de amor, de abajamiento, de cercanía, de humanidad, de historia…
Navidad es alegría, la alegría del evangelio, que diría
“el hombre del año”. En un lugar perdido, insignificante, donde brillan la
pobreza y la esperanza, en medio de las sombras de la noche, se gesta una
sinfonía de luz y sonido, de silencios y susurros, de soledad y compañía. En la
presencia de un recién nacido, frágil, indefenso, necesitado, se juntan ángeles
y pastores, el cielo y la tierra, Dios y los hombres. Se universaliza la
alegría por el Emmanuel, patrimonio de la humanidad.
Navidad es un camino. Del cielo a la tierra y de ésta a
aquel. De Dios a los hombres y de los hombres a Dios. Éste hace el camino de
Belén para venir a nuestro encuentro, para quedarse con y entre nosotros.
Abandonando su casa del cielo ha decidido hacer de la tierra su hogar. No es la
suya una existencia ahistórica. De ahí que el encuentro con Dios no se da fuera
del mundo, sino en él, mirando la realidad con hondura, con ojos de fe. Hay que ponerse en camino, con todo lo
que eso supone, ponerse a tiro de Dios, dejarse buscar y encontrar por Él, dejarse
mirar y amar por Él. Viene a traernos vida en abundancia. Es el de Belén
camino de ida y vuelta. Recorrerlo implica salir de sí. Fuera
comodidades, conformismos, tradiciones paralizantes. Vamos a Belén para volver
de Belén. En Belén, hogar de la presencia en pobreza y debilidad, encontramos
la sabiduría de Dios, asumimos su estilo, nos empapamos de su manera de ser, de
situarse, de pensar, de sentir, de actuar y las hacemos nuestras para ir
haciendo realidad su proyecto del reino y así la vida digna y para todos se
vaya haciendo realidad.
En el camino son importantes las señales. Orientan, informan,
evitan pérdidas, marcan la ruta… Navidad
supone detectar las señales de la presencia del Emmanuel. Los pobres
pastores, en el desconcierto de la noche, tras el gozoso anuncio de que “hoy ha
nacido para ustedes un Salvador, que es el Mesías y el Señor” (Lc 2, 11),
encontraron apoyo celestial para detectar su presencia: “Miren cómo lo
reconocerán: hallarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en
un pesebre” (Lc 2, 12). En verdad habría que decir que la señal era tan
desconcertante que más provocaba extrañeza que alegría por la ayuda recibida.
Hoy, Dios sigue mandando ayuda celestial para que nosotros podamos encontrarnos con Él,
sabiendo dónde habita. Es un ángel sin alas, pero con mucha ternura, que quiere
llevar a la Iglesia en volandas por donde huele a evangelio. Como ángel viste
de blanco y tiene por nombre Francisco, igual que un hombre de Asís enamorado
de la Navidad. Estas son algunas señales
que él nos indica para ayudarnos en la
búsqueda y encuentro con el Señor:
·
Ser una Iglesia pobre y
para los pobres. “Hay que privilegiar sobre todo a los pobres y enfermos, a esos que
suelen ser despreciados y olvidados… La evangelización dirigida gratuitamente a
ellos es signo del Reino que Jesús vino a traer” (EG 48).
·
Preferencia por “una
Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle antes que por
una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias
seguridades” (EG 49).
·
Una Iglesia que se acerca
a las personas, “se abaja hasta la humillación si es necesario, y asume la vida humana,
tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo” (EG 24).
·
Una Iglesia que sale de sí
misma y va hacia las periferias, no para llevar a Cristo, sino para encontrarse con
Él allí, pues habrá llegado antes que nosotros y nos espera.
·
Una Iglesia misericordiosa. Sueño, dice el papa, con una Iglesia Madre y Pastora. Los
ministros de la Iglesia tienen que ser misericordiosos, hacerse cargo de las
personas, acompañándolas como el buen samaritano que lava, limpia y consuela a
su prójimo. Esto es Evangelio puro.
·
Establecer un sistema
económico justo, que tenga como centro, no al dinero, sino al hombre y la mujer, como
Dios quiere.
·
“Es indispensable prestar atención para estar cerca de nuevas
formas de pobreza y fragilidad donde estamos llamados a reconocer a Cristo
sufriente: los sin techo, los tóxico dependientes, los refugiados, los pueblos
indígenas, los ancianos cada vez más solos y abandonados, los migrantes… (EG
210)”.
Siguen
siendo, pues, la pobreza y la debilidad espacios privilegiados de encuentro con
el Señor. Ojalá hagamos caso a estas orientaciones para evitar que se pueda
decir aquello de “con nosotros está y no
le conocemos”.
Antonio
Sáenz Blanco