Era domingo. 15 de Marzo. Me había
tocado presidir la misa de las 7 de la mañana y también me esperaba la de 11. En
principio era un domingo cualquiera. Poco después de terminar de desayunar,
Franklin, secretario de la parroquia, me dice que una señora solicita ir a dar
la unción de enfermos a un niño. “¿A un niño?” pregunté extrañado. “Sí, eso
dice” fue la respuesta indeseada. Al salir me encuentro con una señora, Inés,
que me dice que es para su nietito. Por el camino hacia la casa me manifiesta
que el niño tiene 9 años y lleva unos días en Celendín, a donde ha regresado
desde Lima desahuciado por los médicos tras cuatro años padeciendo leucemia.
Caigo en la cuenta de que, si no me
falla la memoria, es el primer niño al que le voy a administrar la unción de
enfermos. Al entrar en la habitación me encuentro a la madre y otros familiares
rodeando a un niño que tenía los ojos fuertemente enrojecidos de sangre y la
boca ennegrecida de sangre coagulada. No había que ser muy experto para tomar
conciencia de su extrema gravedad. Oramos, le administramos la unción y quedé
en volver. Lo hice el martes. El cuadro era más trágico. Echada sobre la cama
estaba Milagritos, con la cabeza apoyada en una almohada contra la pared. Sobre
su cuerpo tenía abrazado a André, su hijo, que estaba muy inquieto, sin parar
de moverse ni un instante. En el ambiente se palpaba el dolor contenido y el
deseo de que el final, que se preveía inminente, llegase cuanto antes. El
silencio sólo era roto por los estertores del niño y las palabras de ánimo que
su mamá le susurraba, esforzándose por lograr algún pequeño intercambio de
palabras con él. Al cabo de media hora me pidieron que orásemos, en común
claro, porque particularmente creo que todos lo estábamos haciendo. Leímos el texto
evangélico donde Jesús acoge y bendice a los niños y pusimos en común que hay
realidades que nos sobrepasan y que nos cuestan entender. Completamos con unas
peticiones y el Padrenuestro. De nuevo el silencio y la angustia.
Unos minutos más y la mamá se acerca
de nuevo a la cama, y arrodillada, con su pelo rapadito para solidarizarse incluso
en su porte externo con su hijo, cogiendo con su mano la de éste y con la otra
abrazándolo, empieza a dar rienda suelta a su corazón de madre, angustiado por
la intensidad de lo que está viviendo, pero con deseos de transmitir ánimo al
hilito de vida del que pendía su hijito. No necesité ninguna grabadora para
fijar sus palabras. Estas y los gestos que las acompañaban se iban grabando a
fuego en el corazón de los presentes. Dudo que el paso del tiempo consiga
borrarlas. Pongan música de ternura de madre y muchas dosis de cariño. Lean
despacio y dejen aflorar sus sentimientos.
“André, estáte ya tranquilo. Te amo.
Eres
un guerrero, un luchador,
pero
no luches ya más. Descansa.
Abandona
ya este cuerpo.
Tú has
vencido a la enfermedad,
sí, le has
ganado al cáncer, André.
Hay cosas
que no entendemos,
nos ha dicho
el padrecito;
pero no le
voy a preguntar a Dios por qué,
ni voy a
renegar de Él. Tú tampoco, hijito.
Mi fe se va
a hacer ahora más fuerte.
Diosito te
lleva porque te quiere,
tú eres su
tesoro y por eso te lleva.
Vas a ser su
angelito,
vete ya con
Él, no te resistas.
No tengas
miedo, hijito.
Vas al
cielo, es bonito.
Pero no te
vas a ir así no más. No.
Tienes que
cuidar de mí.
Vamos a
estar juntos siempre, toda la eternidad.
Siempre te
vamos a tener presente.
Pídele a
Diosito por tus amiguitos del hospital de Lima,
por todos
los niños que tienen cáncer.
Perdónanos,
André.
Diosito, que
deje de sufrir,
Media hora después el deseo se hizo
realidad y André se fue.
Su entierro ha sido el viernes 20,
con su hermanita Kriss Jhoselyn, de 5 años, presidiendo la procesión de flores y su joven madre poniéndose hasta última hora bajo el féretro de su hijo,
sosteniéndolo como lo ha hecho durante estos cuatro años en su incurable
enfermedad.
En la homilía hemos hecho públicas
algunas de las palabras de la madre anteriormente expresadas. Y desde ellas
hemos reflexionado sobre nuestra condición de seres caducos, sometidos a
riesgos, entre ellos la enfermedad, que siempre provoca dolor y éste, a veces,
se pasa de decibelios y se presenta de modo cruel, inhumano. Pero no hay que
resignarse, sino aprender a vivir con él, asumiéndolo y enfrentándolo. También
Jesús sufrió y murió, pero la resurrección marca el triunfo definitivo. La
muerte no es el final del camino. Gana batallas, pero la guerra la gana la
vida.
No sólo hay que afrontar el
sufrimiento, sino también saber acompañar al que sufre, para que no tenga que enfrentar
además la soledad, sino que experimente el cuidado de los profesionales de la salud
y el cariño de los suyos. ¡Qué hermosos ejemplos se ven en los hospitales de
gentes que están junto a sus seres queridos soportando en silencio su dolor,
ocultando sus lágrimas y animándoles para avivar su esperanza! Esperanza que es
fruto de la fe en el Dios de la vida y la resurrección, en el Dios que desea un
cielo nuevo y una tierra nueva, donde brille la alegría y no haya espacio para
el llanto, el luto y el dolor. Este sueño ya está en marcha; por eso, como dice
Francisco, el Papa: “¡No nos dejemos robar la esperanza!”. Que nada ni nadie
nos prive de ella.
En el cementerio, en su último adiós,
Milagritos, manteniendo una entereza envidiable, ha dado gracias a personas,
familias y al pueblo en general. Y ha terminado revelando que André siempre
quiso ser aviador para irse a la guerra, pero ha pasado a ser un ángel de Dios.
Estoy convencido de que, con la fuerza recibida de su madre, será un ángel de
altos vuelos.
Antonio Sáenz Blanco
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